Ha pasado ya un mes y medio desde que aterricé en Tailandia y cada vez que salgo a la calle sigo siendo consciente del privilegio que es vivir aquí. Aunque todavía es pronto para sacar conclusiones, puedo afirmar que durante este tiempo he aprendido dos cosas: La primera, que no necesito lujos ni posesiones para vivir. Supongo que el chip cambia cuando puedes acceder a un alojamiento, una habitación en mi caso, por menos de 100 euros al mes. Pero por encima de todo, está la satisfacción que me produce el hecho de poder seguir viajando. Es un pack completo. A pesar de que trabajo, y tengo un sueldo, estoy consiguiendo aplicar la misma filosofía que cuando suelo viajar sin más, y por tanto, cada baht ganado lo dedico principalmente a viajar. La segunda es que aunque no sepa cómo, tengo la certeza de que las cosas siempre terminan solucionándose. No sé si esta, es necesariamente una conclusión fruto del hecho de vivir en Tailandia o de una evolución vital. Quizás sea lo que llaman madurez… Al margen de estas enseñanzas vitales, me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que dejen de fascinarme los actos rutinarios tailandeses. Me pregunto en qué momento las costumbres que hoy me llaman la atención y me atraen, causándome una emoción interna, se convertirán en rutina y dejaré de mirarlas con atención, intentando interpretarlas, para pasar simplemente de largo y asumirlas como parte de mi vida. Me pregunto cuándo me dejará de sorprender esa capacidad de montar y desmontar un restaurante en cualquier calle y cuándo dejaré de observar con curiosidad cómo lavan los platos en plena calle, en una palangana. Me pregunto si alguna vez lograré entender el tráfico tailandés, con pasos de peatones que no lo son y reglas de tráfico que aunque parezca que no, existen. Me pregunto cuándo dejará de emocionarme esa sonrisa con la que es difícil competir a no ser que seas camboyano. Y ese calor sofocante, de la época de los monzones, me pregunto si el cuerpo se habituará alguna vez a él y el aire dejará de quemar. Me pregunto cuándo dejará de cautivarme el ritmo pausado de sus habitantes. Lo percibo como un ritual, una forma de vida que contagia. “La prisa mata, hermana”, dirían en Marruecos y ciertamente podría aplicarse también a la forma de moverse de los tailandeses.
Y si dejarán, alguna vez, de cautivarme las vistas a través de la ventana de mi habitación, a pesar de los cables de alta de tensión. Me pregunto también cuándo dejarán de enamorarme los monjes, vestidos con sus túnicas naranjas, limpiando y cuidando sus templos, tan en contacto con la naturaleza. Y qué decir de los ladyboys, de su ternura y su extrema feminidad y la naturalidad con la que conviven en la sociedad. Me pregunto en qué momento todos estos actos empezarán a pasar desapercibidos. Dicen que, el conocido como síntoma del choque cultural, comienza a aparecer entre el 2º y el 3er mes de convivencia en un país extranjero. Los síntomas van desde la morriña, el odio hacia “el otro”, hasta comenzar a pensar que todo el mundo conspira en contra de uno. Yo por el momento no siento ningún síntoma del choque cultural. Aunque he de confesar que algo de morriña sí tengo.
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